miércoles, 22 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (III)



Primera página. Juan Luis Cebrián.


Los apóstatas de hoy son los lectores de ayer. ¡Público, público, tenían público!, exclamaría en un rapto de entusiasmo Larra. Después, más sereno, se preguntaría intrigado: ¿Y quién era ese público? En mayo de 1976 la respuesta era una incógnita y despejarla permitía no sólo adivinar el éxito o el fracaso de una empresa periodística, sino también el del mismo proceso de transición a la democracia. Cundió esa idea y así la expresaba Triunfo después de leer el editorial del primer número de El País, «crítico para la incoherente “reforma” del Gobierno» y «sin ambigüedades»: «Aunque es difícil prever las posibilidades de expansión de un órgano de expresión, puede presumirse que El País será comprado por el núcleo de lectores preocupados política y culturalmente, demócratas… ¿Qué entidad cuantitativa tiene este núcleo de lectores? El País va a ser, sin duda, un test. La apuesta de El País más que una apuesta para El País, es una prueba para nuestra sociedad».

Es decir, la pregunta sobre el público estaba planteada desde el inicio en perfectos términos larrianos. La tenía sobre la mesa, candente, el director de El País; incendiada, el mismísimo Fígaro redivivo; porque recordemos que Juan Luis Cebrián llevaba, ya desde las catacumbas de Informaciones donde firmaba una columna bajo el título «En este país», tratando «oníricamente de emular la influencia social de Larra». Él es, pues, la autoridad más competente para desentrañar el misterio de los lectores que procuraba El País y lo hace en sus memorias en el pasaje en que recuerda su primera comida con Felipe González, un poco antes a la salida del periódico. González acudió acompañado de Alfonso Guerra y él, por Polanco. El cuarteto se reunió en La Panocha, «un restaurante popular especializado en arroces. Buscábamos para ese tipo de encuentros lugares no muy caros pero que ofrecieran calidad gastronómica, establecimientos frecuentados por la clase media urbana, cuya clientela fuera más o menos coherente con el tipo de lector al que pensábamos dirigirnos».

La clientela de El País fue la clase media urbana que podía comer en La Panocha y hubo quien le puso literatura a la fría descripción sociológica. Según Manuel Vicent, los primeros lectores fueron «los jóvenes [que] usaban pantalones de campana, jersey de cuello alto, patillas hasta media mejilla y zapatos con alza bajo las canciones de Los Brincos», «jóvenes rebeldes [que] llevaban El País hasta los lugares de la batalla. El periódico era arrollado junto con sus lectores cuando los caballos de la policía irrumpían en las cafeterías de Moncloa persiguiendo a los manifestantes. En medio de una gran profusión de vidrios derribaban el gran tostador de los pollos al ast, los vasos, los taburetes y los editoriales de Javier Pradera». Aquellos contestarios que tenían por himno de guerra «Con un sorbito de champán» resultaron ser los primeros en engrosar la legión de lectores que terminó conquistando el periódico: «Su público se fue ampliando: por la parte de abajo llegaba hasta Alaska y los Pegamoides, que cantaban “Terror en el supermercado”, por la parte de arriba comenzó a penetrar con cierta arrogancia en los despachos enmaderados de los más altos banqueros. Lo leían los amantes de los Rolling Stones, los políticos en las sedes de los partidos, los sindicalistas en las oficinas, los diseñadores, interioristas, los artistas iniciáticos de la movida, los diplomáticos y los primeros punkis reciclados. Ya hacía tiempo que todos los padres de la patria se miraban cada mañana en este espejo para saber quién era el más guapo. […] El País no era ni siquiera hojeado por los porteros y eso también llenaba de orgullo al sociólogo del tercero izquierda, que empezó a torcer el gesto cuando, años después, descubrió que el conserje en su garita del vestíbulo estaba leyendo el artículo de opinión de Juan Marichal y que también entendía los dibujos de Máximo. Ese fue otro salto cualitativo». Hasta el portero, decían; todo dios terminó leyendo El País.

La historia del periódico es la que va de la publicitada metonimia que confundía una cabecera con el país entero al descalabro de una empresa que cuenta sus lectores por goteo. El propio Cebrián lo confesaba a Javier del Pino recientemente: «Los lectores son uno a uno, los que compran el periódico y lo leen, uno a uno. Yo no creo en la masa de los lectores». 

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