Los apóstatas de hoy son
los lectores de ayer. ¡Público, público, tenían público!, exclamaría en
un rapto de entusiasmo Larra. Después, más sereno, se preguntaría intrigado: ¿Y
quién era ese público? En mayo de 1976 la respuesta era una incógnita y despejarla
permitía no sólo adivinar el éxito o el fracaso de una empresa periodística,
sino también el del mismo proceso de transición a la democracia. Cundió esa
idea y así la expresaba Triunfo
después de leer el editorial del primer número de El País, «crítico para la incoherente “reforma” del Gobierno» y «sin
ambigüedades»: «Aunque es difícil prever las posibilidades de expansión de un
órgano de expresión, puede presumirse que El
País será comprado por el núcleo de lectores preocupados política y
culturalmente, demócratas… ¿Qué entidad cuantitativa tiene este núcleo de
lectores? El País va a ser, sin duda,
un test. La apuesta de El País más que una apuesta para El País, es una prueba para nuestra
sociedad».
Es decir, la pregunta sobre
el público estaba planteada desde el inicio en perfectos términos larrianos. La
tenía sobre la mesa, candente, el director de El País; incendiada, el mismísimo Fígaro redivivo; porque recordemos
que Juan Luis Cebrián llevaba, ya desde las catacumbas de Informaciones donde firmaba una columna bajo el título «En este
país», tratando «oníricamente de emular la influencia social de Larra». Él es,
pues, la autoridad más competente para desentrañar el misterio de los lectores que
procuraba El País y lo hace en sus
memorias en el pasaje en que recuerda su primera comida con Felipe González, un
poco antes a la salida del periódico. González acudió acompañado de Alfonso
Guerra y él, por Polanco. El cuarteto se reunió en La Panocha, «un restaurante
popular especializado en arroces. Buscábamos para ese tipo de encuentros
lugares no muy caros pero que ofrecieran calidad gastronómica, establecimientos
frecuentados por la clase media urbana, cuya clientela fuera más o menos
coherente con el tipo de lector al que pensábamos dirigirnos».
La clientela de El País fue la clase media urbana que podía
comer en La Panocha y hubo quien le puso literatura a la fría descripción
sociológica. Según Manuel Vicent, los primeros lectores fueron «los jóvenes
[que] usaban pantalones de campana, jersey de cuello alto, patillas hasta media
mejilla y zapatos con alza bajo las canciones de Los Brincos», «jóvenes
rebeldes [que] llevaban El País hasta
los lugares de la batalla. El periódico era arrollado junto con sus lectores
cuando los caballos de la policía irrumpían en las cafeterías de Moncloa
persiguiendo a los manifestantes. En medio de una gran profusión de vidrios
derribaban el gran tostador de los pollos al
ast, los vasos, los taburetes y los editoriales de Javier Pradera». Aquellos contestarios que tenían por himno de guerra «Con un sorbito de champán» resultaron
ser los primeros en engrosar la legión de lectores que terminó conquistando el
periódico: «Su público se fue ampliando: por la parte de abajo llegaba hasta
Alaska y los Pegamoides, que cantaban “Terror en el supermercado”, por la parte
de arriba comenzó a penetrar con cierta arrogancia en los despachos enmaderados
de los más altos banqueros. Lo leían los amantes de los Rolling Stones, los
políticos en las sedes de los partidos, los sindicalistas en las oficinas, los
diseñadores, interioristas, los artistas iniciáticos de la movida, los
diplomáticos y los primeros punkis reciclados. Ya hacía tiempo que todos los
padres de la patria se miraban cada mañana en este espejo para saber quién era
el más guapo. […] El País no era ni
siquiera hojeado por los porteros y eso también llenaba de orgullo al sociólogo
del tercero izquierda, que empezó a torcer el gesto cuando, años después,
descubrió que el conserje en su garita del vestíbulo estaba leyendo el artículo
de opinión de Juan Marichal y que también entendía los dibujos de Máximo. Ese
fue otro salto cualitativo». Hasta el portero, decían; todo dios terminó leyendo El País.
La historia del periódico es
la que va de la publicitada metonimia que confundía una cabecera con el país
entero al descalabro de una empresa que cuenta sus lectores por goteo. El propio Cebrián lo confesaba a Javier del Pino recientemente: «Los lectores son
uno a uno, los que compran el periódico y lo leen, uno a uno. Yo no creo en la
masa de los lectores».
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