miércoles, 29 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (IV)





Era tan auténtica la confusión entre El País y el país, entre el periódico y la base social que sustentó el nuevo marco político e institucional, que nada ha podido desarbolarla, ni siquiera el último desastre, que más bien confirma la ecuación a través de la nostalgia en la perfecta equivalencia que expresaba.

Contemplemos el paisaje. La crisis ha dejado «las urbanizaciones sin compradores, los aeropuertos sin aviones, los trenes sin viajeros, los periódicos sin lectores, las ciudades de la luz, de la imagen, de las artes o de la cultura sin luz, imagen, artes ni cultura, las autovías sin automóviles, las viviendas sin habitantes, los hospitales sin médicos, las universidades sin estudiantes y tantos y tantos etcéteras».  Ese «sórdido decorado» ha quedado habitado sólo por «políticos, intelectuales, artistas, escritores y periodistas cuyo prestigio nadie había discutido hasta ese día» envejecidos súbitamente «como les sucedía a quienes abandonaban la mítica Shangri-La en Horizontes perdidos, de Frank Capra», como le ha sucedido a la misma Constitución, «fané y descangayada, necesitada de mil y una reformas que, sin embargo, nadie podía darle por falta de consenso». Mientras, la sociedad se ha evaporado dejando si acaso unas gotitas de la condensación en los cristales. «Había tenido sentido en nuestro país y en otros parecidos hablar de una sola sociedad […]. La sociedad era, antes que nada, una verdad tácitamente experimentada por todos los agentes sociales». El diagnóstico obtiene «su certificación epistemológica en el hecho de que los propios sociólogos (al menos algunos) están empezando a considerar lo que antes era su objeto científico, la sociedad, como un peligroso mito que habría que abandonar en favor de estos nuevos enjambres de individuos reunidos sólo ocasionalmente para finalidades que caducan a corto plazo».

El paisajista es José Luis Pardo. Su última obra no es la de un filósofo, alguien que piensa e invita a pensar; se trata más bien del libro de un profeta del apocalipsis, que piensa con miedo y apela al miedo, en perfecta sintonía con el discurso que se ha enseñoreado de los periódicos. Queriendo escribir una sombría admonición política, le ha salido un luminoso ensayo sobre el malestar de los políticos, intelectuales, artistas, escritores y periodistas que se sienten repentinamente contestados y abandonados por su público. Ese subtexto explica los aplausos que la obra ha merecido entre sus iguales, vinculados o no al grupo PRISA, porque todos compartieron la superstición de El País como monopolio de la encarnación y la invocación de la sociedad uniforme y conforme, todos viven ahora desconcertados y todos han encontrado muy bien vestidos, con las galas prestadas por la filosofía, los argumentos de su actual estado de ánimo. Han caído tan rendidos ante la elocuencia de la obra que incluso hubo quien, sintiéndose incapaz de hacer la reseña, se limitó a reproducir, literalmente, entrecomillados o no, párrafos enteros. Las citas estaban tomadas del epílogo del libro, que propone una relectura crítica de un fragmento de la conferencia «Vieja y nueva política» de Ortega y Gasset, que era traída al presente gracias a una mañosa operación de sustitución: cambiar 1875 por 1978, Restauración por Transición y ver al barbudo Pablo Iglesias transfigurado en un pinta con coleta.

Sí, los paisajistas leen, además de El País, a Ortega. Sería interesantísimo saber cuál es su lectura, tan aficionados como son a los paralelismos que les brinda la historia, de un artículo del filósofo publicado exactamente el 2 de julio de 1915. Sólo habían transcurrido seis meses desde la salida del primer número de la revista España, fundada aprovechando la expectación que había despertado el joven catedrático de Metafísica con su conferencia en el Teatro de la Comedia, y, sin embargo, comenzaban ya a desinflarse las esperanzas depositadas en el semanario, mucho más que una empresa periodística. Era, además, algo así como un «test social». El público que procuraba la revista era el mismo que debía sustentar un proyecto de cambio que la España oficial era incapaz de acometer. Frustrado el proyecto inicial de hacer una «revista popular», se dirigió a unas clases intelectuales que se revelaron también insuficientes para asegurar la viabilidad de la cabecera. El fracaso de España comprometía la alianza, en la que Ortega depositaba en aquellas fechas sus esperanzas, entre unas minorías ilustradas y la fuerza del movimiento obrero socialista, la convergencia del liberalismo radical y el socialismo reformista. Es precisamente en este momento, al advertir los primeros indicios de que sus cálculos políticos yerran, cuando Ortega publica el artículo citado. Pudo escribirlo bajo el retrato de Larra que había colocado en su despacho en la sede de la revista España en la calle del Prado; lo hizo sin duda bajo la influencia de las lecturas que estaba haciendo entonces para un ensayo sobre Fígaro que nunca llegó a publicar. Aquel artículo se tituló: «¿No hay opinión pública?».

El País se ha presentado como continuador del «modelo de la empresa cultural orteguiana», es decir, mucho más que una empresa: un proyecto de libertad y modernización para el país, europeísta y socialista para más señas (¿Acaso no había sido Ortega y Gasset quien había pronunciado el designio en 1909: «El partido socialista tiene que ser el partido europeizador de España»?).  Polanco vendría a ser un nuevo Urgoiti (¿No respondía a una continuidad lógica que Mercedes Cabrera, después de escribir la biografía de Urgoiti, se ocupase de la del contemporáneo y enérgico «capitán de empresas»?). En efecto, un nuevo Urgoiti, pero exitoso, capaz de conjurar el viejo maleficio que pesó siempre sobre las empresas periodísticas orteguianas, la falta de público. Los filósofos, periodistas y demás paisajistas quedaron eximidos de ponerse en plan doliente y larriano, hasta ahora. Estupefactos, acaban de descubrir que ya no hay público u opinión pública, que por no haber, no hay ni sociedad. El golpe ha sido brutal, porque, a diferencia de Larra y Ortega, ellos sí vieron quién era y dónde se encontraba el público, la opinión pública y la sociedad. Andan sonados, pero no tanto como para cometer el error de colocar, entre todas las trampas que van tendiendo por ahí, la de este ritornelo. Temen que su propio cepo les muerda el pie: cualquiera les podría replicar que el periódico es una de las extensiones orgánicas de la fantasmagoría que sólo sabe defenderse infundiendo miedo, contra la que arremetió Ortega en «Vieja y nueva política» y Larra hasta la desesperación.

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