viernes, 31 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (y V)





Epílogo: «Hay dos expresiones enigmáticas que recorren los escritos de los últimos años de Gilles Deleuze: una es cuando dice, en diversos lugares, que creer en el mundo es lo que más nos falta. Y la otra es que la filosofía, el arte y la política invocan a un pueblo que siempre falta. […] Quiero pensar y así lo entiendo que estas creencias no son nada que Deleuze lamente o eche de menos. Son, por el contrario, la posibilidad de crear un mundo y unas formas de vida más libres para el pueblo. El pueblo que falta es el reverso de la plenitud del pueblo al que invocan tanto el populismo como el utopismo. El primero lo quiere plenamente presente y representado en el Estado y sus formas. El segundo lo quiere plenamente presente y transparente en la figura de un ideal. Lo que señala Deleuze, diciendo que el pueblo es aquello que falta, es que las formas de vida colectiva y su creación son precisamente lo que ningún Estado puede representar plenamente ni ningún ideal puede hacernos del todo transparente».
[Marina Garcés: «El poble que falta», Ara, 15-11-2015, incluido en Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2016, pp. 77-78]

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Y los epígonos, que nos prometen grandes momentos: «No está bonito llorar en público, pero en este oficio que consiste en contar la vida de los otros aunque nos creamos el ombligo del globo, sufrimos de mal de amores. Hace tiempo que muchos de quienes nos amaban pasan de nosotros. No sabemos si porque les hemos fallado, porque se les acabó el amor de tanto usarlo, o porque han encontrado a alguien más interesante. El caso es que nos han dado puerta y no acabamos de creérnoslo. Y así, estupefactos, anonadados, acojonaditos vivos ante un futuro en soledad no buscada, nos comportamos a veces como ciertos novios abandonados: perdiendo los papeles».
[Luz Sánchez-Mellado: «Clic», El País, 23-3-2017]

miércoles, 29 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (IV)





Era tan auténtica la confusión entre El País y el país, entre el periódico y la base social que sustentó el nuevo marco político e institucional, que nada ha podido desarbolarla, ni siquiera el último desastre, que más bien confirma la ecuación a través de la nostalgia en la perfecta equivalencia que expresaba.

Contemplemos el paisaje. La crisis ha dejado «las urbanizaciones sin compradores, los aeropuertos sin aviones, los trenes sin viajeros, los periódicos sin lectores, las ciudades de la luz, de la imagen, de las artes o de la cultura sin luz, imagen, artes ni cultura, las autovías sin automóviles, las viviendas sin habitantes, los hospitales sin médicos, las universidades sin estudiantes y tantos y tantos etcéteras».  Ese «sórdido decorado» ha quedado habitado sólo por «políticos, intelectuales, artistas, escritores y periodistas cuyo prestigio nadie había discutido hasta ese día» envejecidos súbitamente «como les sucedía a quienes abandonaban la mítica Shangri-La en Horizontes perdidos, de Frank Capra», como le ha sucedido a la misma Constitución, «fané y descangayada, necesitada de mil y una reformas que, sin embargo, nadie podía darle por falta de consenso». Mientras, la sociedad se ha evaporado dejando si acaso unas gotitas de la condensación en los cristales. «Había tenido sentido en nuestro país y en otros parecidos hablar de una sola sociedad […]. La sociedad era, antes que nada, una verdad tácitamente experimentada por todos los agentes sociales». El diagnóstico obtiene «su certificación epistemológica en el hecho de que los propios sociólogos (al menos algunos) están empezando a considerar lo que antes era su objeto científico, la sociedad, como un peligroso mito que habría que abandonar en favor de estos nuevos enjambres de individuos reunidos sólo ocasionalmente para finalidades que caducan a corto plazo».

El paisajista es José Luis Pardo. Su última obra no es la de un filósofo, alguien que piensa e invita a pensar; se trata más bien del libro de un profeta del apocalipsis, que piensa con miedo y apela al miedo, en perfecta sintonía con el discurso que se ha enseñoreado de los periódicos. Queriendo escribir una sombría admonición política, le ha salido un luminoso ensayo sobre el malestar de los políticos, intelectuales, artistas, escritores y periodistas que se sienten repentinamente contestados y abandonados por su público. Ese subtexto explica los aplausos que la obra ha merecido entre sus iguales, vinculados o no al grupo PRISA, porque todos compartieron la superstición de El País como monopolio de la encarnación y la invocación de la sociedad uniforme y conforme, todos viven ahora desconcertados y todos han encontrado muy bien vestidos, con las galas prestadas por la filosofía, los argumentos de su actual estado de ánimo. Han caído tan rendidos ante la elocuencia de la obra que incluso hubo quien, sintiéndose incapaz de hacer la reseña, se limitó a reproducir, literalmente, entrecomillados o no, párrafos enteros. Las citas estaban tomadas del epílogo del libro, que propone una relectura crítica de un fragmento de la conferencia «Vieja y nueva política» de Ortega y Gasset, que era traída al presente gracias a una mañosa operación de sustitución: cambiar 1875 por 1978, Restauración por Transición y ver al barbudo Pablo Iglesias transfigurado en un pinta con coleta.

Sí, los paisajistas leen, además de El País, a Ortega. Sería interesantísimo saber cuál es su lectura, tan aficionados como son a los paralelismos que les brinda la historia, de un artículo del filósofo publicado exactamente el 2 de julio de 1915. Sólo habían transcurrido seis meses desde la salida del primer número de la revista España, fundada aprovechando la expectación que había despertado el joven catedrático de Metafísica con su conferencia en el Teatro de la Comedia, y, sin embargo, comenzaban ya a desinflarse las esperanzas depositadas en el semanario, mucho más que una empresa periodística. Era, además, algo así como un «test social». El público que procuraba la revista era el mismo que debía sustentar un proyecto de cambio que la España oficial era incapaz de acometer. Frustrado el proyecto inicial de hacer una «revista popular», se dirigió a unas clases intelectuales que se revelaron también insuficientes para asegurar la viabilidad de la cabecera. El fracaso de España comprometía la alianza, en la que Ortega depositaba en aquellas fechas sus esperanzas, entre unas minorías ilustradas y la fuerza del movimiento obrero socialista, la convergencia del liberalismo radical y el socialismo reformista. Es precisamente en este momento, al advertir los primeros indicios de que sus cálculos políticos yerran, cuando Ortega publica el artículo citado. Pudo escribirlo bajo el retrato de Larra que había colocado en su despacho en la sede de la revista España en la calle del Prado; lo hizo sin duda bajo la influencia de las lecturas que estaba haciendo entonces para un ensayo sobre Fígaro que nunca llegó a publicar. Aquel artículo se tituló: «¿No hay opinión pública?».

El País se ha presentado como continuador del «modelo de la empresa cultural orteguiana», es decir, mucho más que una empresa: un proyecto de libertad y modernización para el país, europeísta y socialista para más señas (¿Acaso no había sido Ortega y Gasset quien había pronunciado el designio en 1909: «El partido socialista tiene que ser el partido europeizador de España»?).  Polanco vendría a ser un nuevo Urgoiti (¿No respondía a una continuidad lógica que Mercedes Cabrera, después de escribir la biografía de Urgoiti, se ocupase de la del contemporáneo y enérgico «capitán de empresas»?). En efecto, un nuevo Urgoiti, pero exitoso, capaz de conjurar el viejo maleficio que pesó siempre sobre las empresas periodísticas orteguianas, la falta de público. Los filósofos, periodistas y demás paisajistas quedaron eximidos de ponerse en plan doliente y larriano, hasta ahora. Estupefactos, acaban de descubrir que ya no hay público u opinión pública, que por no haber, no hay ni sociedad. El golpe ha sido brutal, porque, a diferencia de Larra y Ortega, ellos sí vieron quién era y dónde se encontraba el público, la opinión pública y la sociedad. Andan sonados, pero no tanto como para cometer el error de colocar, entre todas las trampas que van tendiendo por ahí, la de este ritornelo. Temen que su propio cepo les muerda el pie: cualquiera les podría replicar que el periódico es una de las extensiones orgánicas de la fantasmagoría que sólo sabe defenderse infundiendo miedo, contra la que arremetió Ortega en «Vieja y nueva política» y Larra hasta la desesperación.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (III)



Primera página. Juan Luis Cebrián.


Los apóstatas de hoy son los lectores de ayer. ¡Público, público, tenían público!, exclamaría en un rapto de entusiasmo Larra. Después, más sereno, se preguntaría intrigado: ¿Y quién era ese público? En mayo de 1976 la respuesta era una incógnita y despejarla permitía no sólo adivinar el éxito o el fracaso de una empresa periodística, sino también el del mismo proceso de transición a la democracia. Cundió esa idea y así la expresaba Triunfo después de leer el editorial del primer número de El País, «crítico para la incoherente “reforma” del Gobierno» y «sin ambigüedades»: «Aunque es difícil prever las posibilidades de expansión de un órgano de expresión, puede presumirse que El País será comprado por el núcleo de lectores preocupados política y culturalmente, demócratas… ¿Qué entidad cuantitativa tiene este núcleo de lectores? El País va a ser, sin duda, un test. La apuesta de El País más que una apuesta para El País, es una prueba para nuestra sociedad».

Es decir, la pregunta sobre el público estaba planteada desde el inicio en perfectos términos larrianos. La tenía sobre la mesa, candente, el director de El País; incendiada, el mismísimo Fígaro redivivo; porque recordemos que Juan Luis Cebrián llevaba, ya desde las catacumbas de Informaciones donde firmaba una columna bajo el título «En este país», tratando «oníricamente de emular la influencia social de Larra». Él es, pues, la autoridad más competente para desentrañar el misterio de los lectores que procuraba El País y lo hace en sus memorias en el pasaje en que recuerda su primera comida con Felipe González, un poco antes a la salida del periódico. González acudió acompañado de Alfonso Guerra y él, por Polanco. El cuarteto se reunió en La Panocha, «un restaurante popular especializado en arroces. Buscábamos para ese tipo de encuentros lugares no muy caros pero que ofrecieran calidad gastronómica, establecimientos frecuentados por la clase media urbana, cuya clientela fuera más o menos coherente con el tipo de lector al que pensábamos dirigirnos».

La clientela de El País fue la clase media urbana que podía comer en La Panocha y hubo quien le puso literatura a la fría descripción sociológica. Según Manuel Vicent, los primeros lectores fueron «los jóvenes [que] usaban pantalones de campana, jersey de cuello alto, patillas hasta media mejilla y zapatos con alza bajo las canciones de Los Brincos», «jóvenes rebeldes [que] llevaban El País hasta los lugares de la batalla. El periódico era arrollado junto con sus lectores cuando los caballos de la policía irrumpían en las cafeterías de Moncloa persiguiendo a los manifestantes. En medio de una gran profusión de vidrios derribaban el gran tostador de los pollos al ast, los vasos, los taburetes y los editoriales de Javier Pradera». Aquellos contestarios que tenían por himno de guerra «Con un sorbito de champán» resultaron ser los primeros en engrosar la legión de lectores que terminó conquistando el periódico: «Su público se fue ampliando: por la parte de abajo llegaba hasta Alaska y los Pegamoides, que cantaban “Terror en el supermercado”, por la parte de arriba comenzó a penetrar con cierta arrogancia en los despachos enmaderados de los más altos banqueros. Lo leían los amantes de los Rolling Stones, los políticos en las sedes de los partidos, los sindicalistas en las oficinas, los diseñadores, interioristas, los artistas iniciáticos de la movida, los diplomáticos y los primeros punkis reciclados. Ya hacía tiempo que todos los padres de la patria se miraban cada mañana en este espejo para saber quién era el más guapo. […] El País no era ni siquiera hojeado por los porteros y eso también llenaba de orgullo al sociólogo del tercero izquierda, que empezó a torcer el gesto cuando, años después, descubrió que el conserje en su garita del vestíbulo estaba leyendo el artículo de opinión de Juan Marichal y que también entendía los dibujos de Máximo. Ese fue otro salto cualitativo». Hasta el portero, decían; todo dios terminó leyendo El País.

La historia del periódico es la que va de la publicitada metonimia que confundía una cabecera con el país entero al descalabro de una empresa que cuenta sus lectores por goteo. El propio Cebrián lo confesaba a Javier del Pino recientemente: «Los lectores son uno a uno, los que compran el periódico y lo leen, uno a uno. Yo no creo en la masa de los lectores». 

martes, 21 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (II)



Triunfo en su época


Desde el púlpito el sacerdote clama contra la hipocresía del presunto apóstata: «Del mismo modo que en el siglo pasado él hubiera ido por la calle con El País bajo el brazo para significarse, ahora se significaba diciendo que no leía El País… en papel». Y tiene razón: ¡Qué es eso de leer el periódico de extranjis!

El asunto parece chusco, pero no lo es tanto. El País siempre se ha publicitado como el complemento ideal: no hay nada que vista más que un ejemplar incrustado en el sobaco, decían. Fue una moda y una pose, como antes hubo otras. «Triunfo –recordó Manuel Vázquez Montalbán– significaba una seña de identidad y de significación que me recordaba una película que había visto en mi infancia, creo que protagonizada por Frederic March y Claudette Colbert, en la que los cristianos, cuando se encuentran en Roma, se reconocen haciendo crucecitas en la arena o dibujando un pececito».

La misma generación que dibujó con Triunfo en la arena del tardofranquismo su ichthus sagrado pasó a hacerlo en la transición con El País, como la cosa más natural del mundo. Por lo menos nadie gruñó por la conversión masiva. En 1986, Umbral explicaba así el fenómeno: «El País es tanto el diario de la España pensante como una superstición intelectual, heredera aún de lo que fue, con el franquismo, “el sobaco ilustrado”, cuando había que llevar bajo el brazo un Marcuse o un Le Monde. […] Supersticiones (modas, esnobismos) que acompañan siempre a un fenómeno, cultural, por muy auténtico que éste sea. […] El País, desde la primera página, queda progresista sin decirlo, sin gritarlo. El comprador recibe un flash de racionalidad, de capacidad de ordenar el mundo en una página, que le depara tranquilidad, que le aquieta, sin duda, muchos conflictos interiores. Todo va mal, a veces, pero hay en España un periódico (un equipo, un sector social: todos los otros compradores) con quien identificarse. Hay un continente de racionalidad al que debemos llegar desde nuestro caos íntimo. Son las supersticiones de la inteligencia, o la inteligencia como superstición».

Aquello pasó y ahora lanzan sus imprecaciones contra los que han dejado de hacer propaganda por el hecho, contra quienes abjuran del orden que propone una página porque ya no les dispensa el aquietado confort de antes. Disparatan contra los que abandonan la religión y su utilería de supersticiones y modas. Y se acuerdan del sobaco, que fue suyo, como el reino, el poder y la gloria. Por si faltasen indicios, su nostalgia es la prueba más palmaria de que las devociones de la axila digital y de su época ya son otras. 

lunes, 20 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (I)



La confesión se titula «Yo sí leo El País». Es cierto que contiene algunos enunciados groseros, por ejemplo, cuando afirma que el periódico piensa «para que otros rebatan su pensamiento» (desde siempre, también antes de que se inventase el retuit, el periódico piensa para que otros reboten su pensamiento) o cuando niega que todo sea un editorial (en un diario, por mucho que lo disimule, todo, absolutamente todo, «hasta las farmacias de guardia, los resultados del fútbol, las cartas al director o los crucigramas», es un editorial). Habrá quien, además, encuentre insufrible ese sentimentalismo meloso de elegía a los papeles periódicos o de oda a la profesión que los fabrica, géneros ñoños donde los haya y en los que, por otra parte, el autor ha logrado piezas muchísimo más brillantes. Se dirá que tampoco es original su panegírico del buen nombre de la cabecera, puesto que el firmante está en la tarea por lo menos desde que publicó Una memoria de «El País», un libro escrito hace algo más de veinte años y ya a la defensiva. Todos los reparos que se le puedan poner, ¡minucias! No deben distraer la atención del interés superlativo del texto, que reside en la agresividad inédita con que ahora se reviste la vieja milonga nostálgica. 

Ese tipo (o «paradigma de persona», según lo designa el costumbrismo del siglo XXI) que dice no leer El País y que lo que quiere decir es que no apoquina su precio en el quiosco, ese «lector clandestino» que se dejaría matar antes que reconocer que lee El País y, sin embargo, se lo sabe de memoria, es reprendido y vapuleado con violencia. A él, que alardea de su discrepancia con la línea editorial del periódico, se le recuerda que puede y debe ir a misa sin avergonzarse ni esconderse, porque no hace falta comulgar. Es difícil que el argumento vaya a convencer a los feligreses, porque la práctica religiosa es otra, en realidad, siempre ha sido otra. Ya lo dijo Donoso Cortés: «Cada uno lee el periódico de sus opiniones; es decir, cada español se entretiene en hablar consigo mismo. La discusión perpetua es un perpetuo diálogo, y el periodismo, consagrado a mantener perpetuamente vivo ese diálogo en la sociedad, da precisamente por resultado un monólogo perpetuo. ¿Queréis saber lo que es un periódico? Pues un periódico es la voz de un partido que está siempre diciendo a sí mismo: Santo, santo, santo».

El curilla lo sabe bien y, como ya no puede apelar a la fe mayoritaria reflejada en el EGM, a la desesperada, pone el link al «espectro de centro izquierda» que es donde el CIS sitúa a la parroquia. Pero las investigaciones sociológicas no dicen nada sobre lo que queda una vez corroída la fe en la imparcialidad del periódico: el desconcierto sacerdotal (y su furioso enfado) al constatar que los viejos fieles ya no comparten «el confort del orden que otros han elegido» para ellos.